Autor: Luis
Cercós, restaurador de arquitectura, responsable metodológico del departamento
de restauración de Moguerza Constructora SpA
Hablando de
restauración, de rehabilitación, o simplemente de reparación de edificios –término
quizá más adecuado al tema que hoy pretendemos tratar-, el calificativo “científico” pudiera evocar en el lector dos
acepciones muy distintas, en ocasiones antagónicas. Empecemos por tanto, por
ahí.
No se trata sólo de intervenir sobre monumentos importantes de reconocido valor oficial y con valores artísticos o históricos consensuados, sino también sobre muchos otros edificios de carácter patrimonial que también pudieran ser objeto de protección y conservación.
Al hilo de la realidad actual no podemos evitar recordar las acertadas palabras escritas por Fray Lorenzo de San Nicolás, arquitecto que fue de la corte española, en su tratado Arte y Uso de Arquitectura (1639, parte primera; 1665, parte segunda): “edificios grandes son los que hacen grandes maestros; (h)oy está España, y las demás provincias, no para emprender edificios grandes, sino para conservar los que tienen hechos”.
Planteamientos
que combinan e incorporan la discusión previa y sin complejos de los diferentes
métodos de limpieza aplicables en cada caso (sin descartar previamente ninguno),
posibilidades de la tecnología disponible en cada momento, limpieza de
superficies de manera rentable y eficaz, utilización de métodos combinados,
utilización de boquillas simultáneas, mantenimiento y conservación de
policromías, revisión de técnicas antiguas de limpieza. Caminos que nos llevan
a la conclusión de que la discusión, a pesar de lo que se dice en cursos
especializados, ni ha terminado ni ha sido exprimida hasta sus últimas
consecuencias.
Todo ello al servicio de una parte de nuestra profesión encaminada a evaluar nuestras intervenciones desde tres premisas previas y fundamentales.
Por un
lado, desde un punto de vista exclusivamente teórico, la restauración científica nos situaría en la línea argumental e intelectual
de restauradores históricos como Camillo Boito (Roma, 1836-Milán, 1914), Gustavo
Giovannoni (Roma, 1873-1947) o Leopoldo Torres Balbás (Madrid, 1888-1960),
padres todos ellos de una metodología conceptual que basó sus fundamentos (finales
del siglo XIX, principios del XX, pero aún vigentes) en la diferencia notable
entre lo “nuevo” y lo “antiguo”, en el doble valor de los
monumentos como obras de arte y como documentos, en el carácter arqueológico de
algunas intervenciones (esto resulta evidente en las intervenciones de Torres
Balbás en la Alhambra y el Generalife de Granada y en la Alcazaba de Málaga,
durante el período 1923-1936), y en la preferencia de los trabajos de
consolidación y conservación sobre el enorme impacto que en muchas ocasiones
causan obras de restauración más ambiciosas, agresivas y complejas.
Pero también pudiéramos hablar, y lo hacemos cada vez más en este inicio económicamente dramático del siglo XXI, de planteamientos científicos alejados de criterios mayoritariamente filosóficos, basados casi exclusivamente en el intento de alcanzar restauraciones objetivamente reversibles, irrebatibles, bien proyectadas y bien ejecutadas, viables en precio y en plazo, de forma no perjudicial (demostrable) para el bien cultural del que en cada caso se trate.
Para ello es preciso, simplemente, comparar con técnicas y análisis científicos el estado de los materiales antes y después de la intervención, combinando adecuadamente los avances tecnológicos e incluso los nuevos materiales con las técnicas tradicionales de construcción. Todo al objeto de conocer el grado de inalterabilidad y economía de unos y otros procedimientos. Nos encontramos pues en el inicio de una etapa de aplicaciones técnicas y tecnológicas que abren, en la restauración y reparación de edificios antiguos, un abanico enorme de posibilidades a desarrollar.
No se trata sólo de intervenir sobre monumentos importantes de reconocido valor oficial y con valores artísticos o históricos consensuados, sino también sobre muchos otros edificios de carácter patrimonial que también pudieran ser objeto de protección y conservación.
Al hilo de la realidad actual no podemos evitar recordar las acertadas palabras escritas por Fray Lorenzo de San Nicolás, arquitecto que fue de la corte española, en su tratado Arte y Uso de Arquitectura (1639, parte primera; 1665, parte segunda): “edificios grandes son los que hacen grandes maestros; (h)oy está España, y las demás provincias, no para emprender edificios grandes, sino para conservar los que tienen hechos”.
En esta
línea de trabajo el departamento de restauración de Moguerza Constructora ha
realizado recientemente 3 intervenciones (dos en España, una en Chile) que han
tenido como objetivo fundamental hacer viables operaciones de recuperación de
fachadas a un coste económico insuperable.
Nos referimos a los trabajos de decapado de la fachada principal (año 2011) del Palacio de la Música de la Gran Vía, la limpieza y recuperación de las fachadas de un palacete decimonónico (2012) en la Avenida del Valle (ambos en Madrid) y a la recuperación de los revocos históricos (1865 y 1880, respectivamente) de 2 casonas (la casa Goycolea y el Ex Club Domingo Fernández Concha) en la zona típica “Plaza de Armas” del centro histórico de Santiago de Chile (2012-2013).
Nos referimos a los trabajos de decapado de la fachada principal (año 2011) del Palacio de la Música de la Gran Vía, la limpieza y recuperación de las fachadas de un palacete decimonónico (2012) en la Avenida del Valle (ambos en Madrid) y a la recuperación de los revocos históricos (1865 y 1880, respectivamente) de 2 casonas (la casa Goycolea y el Ex Club Domingo Fernández Concha) en la zona típica “Plaza de Armas” del centro histórico de Santiago de Chile (2012-2013).
En Francia,
desde 1987, el Laboratoire de Recherche des Monuments Historiques (LRMH),
institución dependiente del Ministerio de Cultura francés, llevaba estudiando
una metodología que intentaba combinar, para reducir el impacto económico de
las carísimas intervenciones, diversos métodos de limpieza (agua, compresas de
celulosa, microproyección y, finalmente, técnicas de limpieza con láser) cuyos
resultados se comparaban “objetivamente” mediante muy estrictos análisis de las
muestras (secciones pulidas, láminas delgadas, microscopio electrónico de
barrido, colorímetro, rugosímetro). La primera experiencia oficial se realizó
en el “Portail de la Mère-Dieu” de la
catedral de Amiens durante el mes de junio de 1992. Aunque el objetivo de aquellas
investigaciones, realizadas fundamentalmente por Geneviève Orial y Veronique
Vérges-Belmin, era probar la viabilidad del primer aparato de limpieza láser
portátil (viable sobre un andamio), los resultados se han podido trasladar
posteriormente a un sinfín de intervenciones consideradas menores, consiguiendo
un protocolo que ha permitido a técnicos y restauradores, limpiar cada zona de
un edificio (o monumento) con el método más efectivo y económico en cada caso,
sin daño para el soporte ni para las pátinas históricas que pudieran pervivir
sobre él.
La
culminación de estas investigaciones se materializó durante el bienio
1993-1994, en el programa Le Tour de
France, extendido por Monuments Historiques de France y su ya citado Laboratoire
de Recherche des Monuments Historiques a numerosas catedrales y monumentos
franceses. Aunque el objetivo básico de aquel ambicioso programa fue probar la
maquinaría de limpieza láser, los resultados recogidos en las fichas previas
(métodos combinados para reducir la costra negra, antes de la intervención de
la costosa técnica láser) han sido vitales para generaciones posteriores de
restauradores y directores de restauración de arquitectura. O al menos para mí,
fundamentalmente desde que tuve la suerte de conocer, en el andamio del Palacio
de Santa Cruz en Valladolid, con ocasión de la limpieza láser de la cornisa de
coronación de aquel edificio, al mayor experto español en la material, el
arquitecto Eduardo González Fraile, profesor titular de la Escuela de
Arquitectura de la Universidad de Valladolid y miembro del Instituto Español de
Arquitectura.
La
restauración, en la medida en que puede ser considerada también una actividad
científica, consistiría en aplicar de forma razonable los avances y
conocimientos alcanzados en otras ramas de la ciencia o del saber, sin descartar
ninguno (como ya hemos dicho antes), o descartando todos (que pudiéramos añadir
ahora), pues una restauración estrictamente científica por negar la necesaria
sensibilidad subjetiva, también pudiera ser considerada por muchos metodológicamente
improcedente.
Resulta,
como en todo, que la distancia creciente e insalvable entre el científico y el
restaurador, ha llevado también al desarrollo de manifestaciones críticas que
discuten la pertinencia del conocimiento científico en el tratamiento de
objetos (las obras de arte) de altísimo contenido intangible o inmaterial. A la
vista de ello, se pudiera discutir de la eficacia de las aplicaciones de la
ciencia en la restauración y de su escasa utilidad real. Pero es innegable, bajo
parámetros exclusivamente económicos, que en “restauración de arquitectura” y
sobre todo cuando actuamos sobre un patrimonio “menor”, en muchas veces debemos
sacrificar “una parte” para salvar “el todo”. O lo que es lo mismo, ser capaces
de dar a los propietarios, promotores y mandantes, una solución razonable al
problema objetivo que tienen los edificios antiguos: su mantenimiento, su
reciclaje y una adecuada y periódica renovación.
Todas (o
casi todas) las restauraciones tienen una fase preliminar encaminada a retirar
del edificio todo aquello que lo hace total o parcialmente incomprensible. Esa
es la fase primera de nuestra metodología, bien a través de un proceso de
deconstrucción que implica la retirada de los elementos añadidos en sentido
inverso a su decantación sobre el monumento (a través de años, quizá a través
de siglos), quizá de desmontaje, quizá de demolición, quizá simplemente de
limpieza. En todas las restauraciones hay siempre algo que limpiar.
Las muy
efectivas y contrastadas técnicas de limpieza, desde las más artesanales y
manuales hasta las más complejas, ya se trate del uso meticuloso de cepillos
dentales, bisturíes, microproyección, técnicas de hidro-gommage (proyección por vía húmeda a muy baja presión de aire
y microabrasivos), revisión de los
protocolos de utilización de sistemas líquidos (agua nebulizada, agua caliente,
diferencias de presión y temperatura, aditivos limpiadores), el uso de
compresas químicas (antes de uso exclusivo de los restauradores universitarios),
limpieza láser o la aparición futura de cualquier otra nueva patente, nos
permiten hoy conseguir excelentes resultados a precios competitivos, siempre y
cuando tengamos presente que la “técnica” es solo la herramienta en manos del
restaurador, y no a la inversa.
Todo ello al servicio de una parte de nuestra profesión encaminada a evaluar nuestras intervenciones desde tres premisas previas y fundamentales.
La primera, de orden conceptual, pues
la restauración es una disciplina intelectual encaminada a recuperar una imagen,
original o no, que permita entregar a la sociedad la funcionalidad y el valor
documental de edificios presentes (siempre desde el presente), que fueron
construidos en un pasado más o menos lejano. Edificios que son, testigos del
pasado pero contemporáneos nuestros, en la medida en que no pueden negar la
realidad actual del momento en que son intervenidos.
La segunda de carácter técnico: ¿es posible, con técnicas
adecuadas y procedimientos más o menos sencillos, reparar estrictamente
lesiones, atender convenientemente las causas que las produjeron, acometer la
eliminación de añadidos incomprensibles o revertir anteriores reparaciones
inadecuadas?
Y, finalmente, la tercera parte y no por ello la menos
importante: ¿es económicamente viable que la propiedad asuma la reparación y el
proceso más adecuado en cada momento? En este caso, no solo habría que evaluar
el importe presupuestario actual de la reparación, sino también los ahorros
económicos que se producirán en los próximos años con la utilización de
correctos sistemas constructivos y/o industriales, compatibles con la realidad
física, histórica y económica del monumento, en un entorno y en un intervalo de
tiempo más o menos extenso.
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